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Pintan bastos sin querer jugar a espadas

Será que me hago mayor pero no puedo achacarlo a ninguna crisis de los taitantos porque todo lo bueno de mi vida lo he recibido como regalo y no como mérito, superando en muchas ocasiones mis propias expectativas. Será que me hago mayor y distingo mejor las direcciones prohibidas, el callejón sin salida y el camino a ninguna parte.

Lo veo cada día en la ciudad de las hormigas. En la cara de la gente, en las pantallas de bolsillo, en las luces, las bolsas de ropa y enseres, el café para llevar que niega amaneceres compartidos.

No es para mí, le digo al yo prudente. No será fácil, le digo al yo resolutivo. No creo en otra opción, me digo al cabo, si pienso en cuando escriba «será que he envejecido».

Habrá que hacer hatillo, viajar con lo puesto y rezar a diario porque despierte a favor el viento del norte. Habrá que recordar a san Francisco y la vida del vencejo. Y como en todo salto al vacío, un acto de fe y de contricción por si Dios quiere.

Porque, ahora que me hago mayor, sé que sube cada año el precio de asumir riesgos. Y a mi edad, en este tiempo en que pintan bastos, la partida se juega a todo o nada. Y yo sigo sin querer jugar a espadas.

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