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Polvo atorado en la garganta

Dicen Ea, pobrecico, ya no sufre. No por mí, por él. Yo tengo atorado en la garganta el polvo de los caminos que recorrimos juntos. Nuestros caminos son secos. Aunque sienta mis ojos quemados por todos los soles de agosto en el llano, no lloro.

La araña del techo desprende pequeños brillos. Cada cristal parece escarcha de madrugada sobre nuestra furgoneta; la que nos llevó a diario por los caminos. Son esos brillos los que me punzan dentro. Llevo en mi bolso izquierdo la navaja que usó durante años. Ayer mismo, al mediodía, con pan y queso. Se pegó a sus cachas de ciervo la rugosidad tibia de sus manos. Creo notarlas ahora que la toco en el bolsillo. Ha entrado el padre Hernando. Me abraza antes de saludar. No dice nada y me abraza. Cálido. Animoso. Tiene verdad el susurro en mi oído: Sólo nosotros perdemos cuando parte un hombre bueno.

La prima Amalia está sentada en uno de los sillones. Vino aprisa del sur. Siempre los tuvo cariño. Yo también. Nos bañábamos juntos en el río cuando pequeños. Ella y sus hermanos fueron hermanos para mí. Amalia y yo jugábamos a novios. Hasta que cambió su cuerpo un verano y su madre estaba más pendiente de los juegos. Antes, dejaba que paseásemos de mano los domingos después de misa y se divertía con los besos inocentes de los primos. Comíamos sandía y melocotón juntos y reía al decir Mira los guachos, cómo se quieren los primicos. Hasta que su cuerpo cambió un verano. Aunque ya quedasen pocos rincones secretos entre nosotros.

Las uñas han oscurecido. Los dedos entrelazados sobre su pecho que ya no respira con murmullo de picadura negra y solisombra.

Silbaba en la furgoneta una canción diferente cada día. Al camino le silbo, decía, para que nos conozca. Nunca tuvimos un susto. Yo silbaré mañana la canción del jueves cuando arranque hacia el camino. Silbaré a los cazos de latón, a las madejas de hilo y las espumaderas, a los escobones y cuencos para que no lo añoren y se dejen vender a las vecinas. Los días buenos, decía: Hoy sí quieren. Apenas recuerdo otras cosas desde los catorce. Enseres variados que llamaba mercancía y nunca llegaban para un fin de mes tranquilo. Yo veía entrar dinero a diario y él me explicaba los mil caminos por dónde se iba.

Hubiese querido aprender las matemáticas y la geografía. Leo por las noches. El primer año sin escuela, la enciclopedia completa. Conocía la superficie de Sri Lanka, las costumbres de Gabón o la población de Ucrania. Pero estos temas no interesan mucho aquí. Todos lo años me llevaba a la Feria del Libro de la capital, en primavera. De entre los libros de saldo sacaba yo lectura para el año. Dos al mes. Ninguno de ellos nuevo. Quizá mañana estrene camino y libro.

Llega gente que saluda triste al velatorio. Tengo pegajosa la espalda por los restos viscosos de abrazos y palmaditas. La sala ya no da de sí. Han venido de muchos pueblos para despedirse. Familia y amigos también. Quisiera irme pero cierto pudor me lo impide. No puede quedarse a solas.

Si madre viviese, moriría en este instante. Yo estoy a punto ante esa mujer muy bien vestida con riguroso luto y dos chicos trajeados de mi edad. El padre Hernando está lívido. Ahora sí es sepulcral el silencio de estos segundos. Me descompongo bajo las miradas que me cubren. Debo sentarme. Descansar la cabeza entre los brazos apoyados sobre las rodillas me ayudará a pensar, a dar crédito a esto que han dicho con acento del llano. Su mujer y sus hijos, han dicho. Y no puede ser. Esa ropa, esos modos, ese hablar de gente con estudios. Esto no puede pertenecer a padre entre caminos polvorientos, padre silbando, padre dejando la rugosidad de sus manos sobre la cacha de la navaja. Padre partiendo pan y queso.

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