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Caricias fritas sobre crujiente de beso (receta casera para desincrustar silencios)

Él regresa. Nada trae. Digo no-cariño, no-ternura, no-nada. Trae nada. Un saludo que debió encontrar en la calle y que al entrar, junto a las llaves, arroja sobre la mesa. Un saludo callejero con forma de llave que no, llave de ninguna cerradura.

La hora establece la rutina que llena la mesa de platos. Hay al menos cien palabras en las bocas taponadas con hidrato y proteína. Con sus colas podrían agitar el aire sobre la capa de silencio acumulado en los muebles. Pregunta cortas estallan centelleantes contra una losa de silencio y respuestas cortas. Hubieran precisado al menos quince familiares o amigos o gente gritando al tiempo, durante horas, para remover la capa de cada estantería. El silencio, aunque denso, es expansivo y convexo. Se les coló bajo las puntadas de la camisa. Se les pegó al borde de las pestañas. Quedó escondido entre los espacios de la esponja y los dientes del tenedor.

Las caricias. Cómodas porque no tienen tallas. Viables por su bajo coste. Repare: puede hacer tres caricias por minuto pero no freír tres huevos. Acariciar es tres huevos fritos más fácil. Las caricias fritas previenen el silencio. Pueden servirse sobre crujiente de beso.

Hubo un tiempo en que ellos, ahora distantes en torno a la mesa callada, tenían besos de sabores guardados en frascos por toda la casa. La capa de silencio era menor.

Se besaban a menudo. En la ida y la mañana, por una vuelta de noche, porque sí, para que no, agradeciendo, pidiendo, un deporte… uno, por tener un buen día o, simplemente, el corazón esponjoso, besaba al otro un beso de frambuesa. Otro besaba un beso de chocolate si recibía una noticia amarga o el día tenía más de salado que de dulce. Como aperitivo, un beso de cerveza y otro bravo; como postre un beso flan; un beso serrano a media tarde. Ambos buscaban los labios ajenos como último manjar en la noche y primer nutriente del día. Con besos frescos calmaban la sed respectiva y arrastraban los sedimentos de silencio que trataban de asentarse.

Hubiera sido fácil empezar, decir algo buscando respuesta; empezar con un abrazo -aunque usado, algo viejo incluso-. ¡Una caricia! De las pequeñas, apenas un roce cuando vaya a coger pan o a servir agua de la jarra o, como antes, para coger un poco de comida de su plato y mojar un trozo de pan en la salsa. Pero las bocas siguen taponadas con hidrato y proteína.

Tienen un miedo más. Cada uno el suyo. Los dos dirían, al menos, cien palabras escondidas por el miedo. Una a una, sin prisa. Poco a poco (el aire), no tan denso, maleable, roto de una carcajada. O rasgado por el beneficio de la inercia. Pero temen… Silencio… Shhss… Miedo en silencio… Primo hermano de la muerte.

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